viernes, 11 de noviembre de 2011

Ensayo sobre la hipermetropía



Personalmente, la manera más precisa que encuentro para describir los dos primeros años de mi estancia en la Universidad es sin duda esta transcripción casi literal de cierta conversación que escuché una mañana de primavera mientras dormitaba, como tantas veces, en el prado que se extendía a espaldas de un polideportivo donde algunos de mis compañeros practicaban kárate... 

Al.-   No, no. Yo no quiero convencer a nadie de que Dios existe, y aún menos de lo contrario. Para empezar, evidentemente, ni siquiera creo que tenga la más mínima importancia si existe o no. Lo que digo es que responsabilizar siempre de todo a la casualidad quizá sea más patético aún que atribuir de algún modo determinados fenómenos a una cierta clase de... “Intervención Divina”, por así decirlo. El pobre imbécil del que os hablo no es un jodido loco, ni un retrasado mental; es simplemente un mendigo que pide dinero junto a las puertas de una fábrica de zapatos. Hoy he pasado por ahí y he visto que el tío estaba advirtiendo a todo santo cristo que tuviera cuidado con la campana. “Cuidado con la campana... Cuidado con la campana...” Joder, os juro que es un tío agradable; un día le di algo de pasta y a partir de entonces siempre que paso por su lado me saluda respetuosamente y se interesa por la salud de mi familia... Y, sin venir a cuento, le da hoy con el rollo de la campana... Después, lo otro... Casi me doy de bruces con un anormal que estaba intentando venderle corbatas al muñequito rojo del semáforo. Y un rato más tarde veo a un capullo limpiando los cristales de un edificio con un queso... Con un puto queso manchego, subido en un andamio, el gilipollas... Todo eso en la misma mañana...

Bob.- Intervención divina... Anda que no le ha hecho daño a la Humanidad esa nomenclatura de mierda... Supongamos que Dios existe, y que verdaderamente se trata de un ser superior, de infinito poder y de inteligencia infinita... Joder, a ese dios le avergonzaría saber que quienes más devoción le profesan piensan que realmente sólo sabe manifestar su presencia por medio de payasadas y excentricidades ridículas.

Al.- Vete tú a saber... A lo mejor existe, pero quizá no es tan perfecto como dicen los malditos sacerdotes. O, tal vez, lo que pasa es que sí es perfecto, y nos considera a nosotros tan rematadamente gilipollas que no encuentra otra forma de comunicarse con nosotros.

Bob.- Eso ya es hilar demasiado fino. Mira, yo tuve una temporadita cojonuda también... Fue nada más comprarme el coche... Cada vez que intentaba aparcar aparecía por allí un tipejo muy extraño. El hijoputa se ponía justo delante del coche y me iba indicando las maniobras que tenía que hacer... “Todo derecha... No, izquierda, izquierda... Endereza...” De pronto, para explicarse mejor, el tío me decía: “Mira mis manos...” Y entonces, el cabronazo me enseñaba un par de jodidos muñones a los que hacía girar de un modo que... Me cago en su puta madre, qué susto me pegó el primer día...

Cinc.- Nunca nos habías contado eso...

Bob.- Ya... ¿Quién cojones iba a creerme?

Cinc.- No sé... Yo estuve un par de semanas encontrándome todos los días al mismo enano en la parada del autobús. Siempre me pedía un cigarrillo y se lo fumaba por el agujero de su garganta. Cada tarde me contaba que tenía el pene en forma de zeta... Al menos eso es lo que entendía yo...

Bob.- Tú eres tonto.

Cinc.- Te lo juro, tío... Más tarde supe que aquel amorfo había muerto tratando de que su polla pareciese una eñe. Se desangró, el muy gilipollas...

Bob.- Muy gracioso.

Cinc.- Es cierto, colega... ¿Y que me dices del tío aquél al que se le aparecía San Francisco de Asís? Aquello fue algo más que una mala racha...

Al.- ¿Se le aparecía San Francisco de Asís?

Cinc.- Ya ves... Estaba el subnormal comprando fresas en el supermercado cuando se dio cuenta de que había una especie de monje observándole... Salió del supermercado, se acercó a la ferretería, y allí estaba otra vez el monje. Se marchó a casa, pero no pudo darle esquinazo...

Al.- ¿Y cómo supo que era San Francisco de Asís?

Cinc.- No sé... Supongo que vio un dibujo en una enciclopedia.

Bob.- Te lo estás inventando.

Cinc.- Qué va, lo leí en el periódico... El caso es que nadie más que él veía a San Francisco. Y llegó un momento en que el maldito santo no le dejaba ni a sol ni a sombra. Creo que hasta se metía en su puta cama.

Al.- Joder.

Cinc.- Y estuvo así muchos años, no creáis. Contaba el tío que lo peor era cuando le apetecía masturbarse. Y, si te pones a pensarlo... Tiene que ser complicado alcanzar una erección completa en presencia de San Francisco de Asís, creo yo.

Al.- ¿Y dejó de verle?

Cinc.- No me acuerdo bien... Sé que al tío le metieron en un centro de rehabilitación de alcohólicos... Cuando salió de allí fue contando a la gente cuánto le apetecía construir una eñe con su enorme pepino en forma de zeta...
  

      Bien se observa que fueron dos años perdidos, más de cien semanas de ausencia que no presagiaban la adquisición de ninguna clase de Inmortalidad y sí el apresurado envilecimiento de nuestros hígados y sistemas cardiovasculares. 


(Fragmento de "Huellas de parásito")
Texto e ilustraciones: Antonio del Olmo

miércoles, 22 de junio de 2011

Turbulencias en el palco de platea

Teatro vacío - FECAP
¿Ya os dije que soy muy alto? Creo que no. En realidad soy lo que algunos científicos llaman “un hombre con biotipo leptosomático”.


Os contaré cómo puede ser un día en la vida de un hombre con biotipo leptosomático... Para ser precisos, narraré lo que le sucedió hace algún tiempo a este pobre hombre que os habla, Ringo Sidra...; los acontecimientos que tuvieron lugar aquel glorioso y único día en que fui actor de teatro.

Siempre me había hecho ilusión ser actor. Siempre. Cuando era un chavalín soñaba con participar en las funciones navideñas que organizaba mi colegio, algo que nunca pude hacer debido a mi descomunal estatura. Y durante mi adolescencia fui habitualmente humillado por directores y guionistas que me aconsejaban dar mis primeros pasos en el teatro infantil o en el maldito circo.

Unos añitos después, todas aquellas frustraciones, alimentadas por el desencanto que me producía ser consciente de que una chica llamada Eva detestaba todo lo relativo a mi desproporcionada existencia, me condujeron hacia las fauces de un tal Olucat Lucat.

Olucat Lucat era el fundador de la compañía de teatro “Olucat Lucat”. Y aunque medía escasamente ciento sesenta centímetros, había creado la organización J. I., “Jirafas Invertidas”, una asociación relacionada con la izquierda revolucionaria cuya solicitud de ingreso exigía tan sólo dos requisitos: ser homosexual y medir más de dos metros. 

En fin, que mis dos metros y veintiséis centímetros, esa cualidad anatómica que tantos quebraderos de cabeza me había ocasionado hasta entonces, parecieron por fin servir para algo que no tuviese relación con la práctica de actividades deportivas programadas para tarados y amorfos..., pues no dudo que fue aquella peculiaridad mía lo que convenció finalmente a Olucat Lucat de que yo era el mejor de todos los capullos que nos presentamos al jodido casting... De que yo era, sin duda, el idóneo para dar vida en el escenario a un personaje llamado “Hombre Muerto” en la obra titulada “Velatorio”.

*  *  *  *  *

Debo admitir que, llegada la hora del estreno, apenas conocía los primeros veinte minutos de aquella obra que pretendíamos representar. Ese Olucat Lucat consideraba imprescindible que los ensayos fuesen auténticas representaciones de la obra, y a tal efecto nos obligaba el cabrón a maquillarnos todas las tardes y a utilizar los vestuarios y decorados que él mismo había diseñado. El Hombre Muerto de la obra Velatorio tenía que estar metido en el ataúd durante los ensayos. Y aquella maldita caja era jodidamente cómoda.

Pasé muy buenos ratos en aquel féretro; un ataúd, por cierto, adquirido en la única funeraria que trabajaba tallas especiales por aquel entonces en la comarca. Como digo, lo pasé bien, imaginando cómo coño podían haber sido los ensayos de ese “Ben Hur” del que tanto presumía Olucat Lucat. Pensaba y pensaba en el Ben Hur de aquel perturbado hasta que el traqueteo de las cuadrigas me remolcaba sosegada y dulcemente rumbo a la inconsciencia. Y lo cierto es que el sonido que generaban aquellos carruajes imaginarios fue lo único que llegué a escuchar cada tarde a lo largo de los veinte minutos de silencio sepulcral previos a mi particular inmersión en los abismos de la encefalitis letárgica.

No puedo juzgar, por tanto, la calidad de la obra “Velatorio”. Me introducía en la caja sobre las dos de la tarde y no salía de allí hasta que me despertaban a eso de las diez y media de la noche. Conocía tan sólo un 3,92 % de la obra, y existían ciertos detalles que me hacían suponer que durante el 96,08 % que yo ignoraba sucedían cosas. Olucat Lucat solía quejarse de que Marta, una parapléjica que hacia el papel de “Corona de Flores Parlante”, eructaba ruidosamente sin darse cuenta de que lo hacía; y lloriqueaba el maldito Olucat Lucat mientras explicaba lo inapropiado de las inflexiones de voz que emitía Rosario, “La Puta Viuda”, en lo que él consideraba momento cumbre de la obra, una escena en la cual dos hombres ciegos trataban de introducir una estaca en el culo del fiambre.

Joder... Confieso que esto de la estaca consiguió alarmarme un poco. Pero ni siquiera tan abrupta zozobra pudo intranquilizarme hasta el punto de hacerme soportar más de veinte minutos de “Velatorio” en estado de vigilia.

*  *  *  *  *

Estaba previsto que la representación comenzase a las siete de la tarde. Y a eso de las seis, Olucat Lucat había perdido por completo el control de su musculatura. Se movía de un lado a otro atolondradamente, mostrando claros síntomas de hiperhidrosis severa, supervisando el maquillaje de los actores mientras prodigaba una rica variedad de espasmos deslavazados y exhalaba aullidos asimétricos como una ramera vieja con ganas de pelea.

Nos puso a parir a todos de forma atropellada. Criticó especialmente a Montserrat, “La Endorfina Reina”, pues más que parecer una maldita endorfina, parecía, según él, una zanahoria con patas. “¡ Pareces una zanahoria con patas !”, gritaba el cabronazo tirándose de los pelos, completamente desquiciado...


Estaba poniendo nervioso a todo el mundo, el muy hijo de puta... Miento. No estaba poniendo nervioso “a todo el mundo”, no... Yo estaba ciertamente tranquilo, llenándome la cara de polvos de talco en el camerino insalubre que compartía con un negrito calvo llamado Samuel, “El huevo de Mosca”. Nos habíamos fumado un par de canutos un rato antes en la bodega que había justo enfrente del teatro, y claro... Estábamos muy colocados, singularmente risueños, canturreando coplillas navideñas mientras un espejo elíptico iba conduciéndome hacia los rincones de mi cara donde faltaban o sobraban polvos de talco.

Andaba retocando el contorno de mis cejas cuando atronó en las proximidades de mi cráneo algo que en un principio asocié con la inminencia del Apocalipsis:

-¡¡¡ ESTÁS LLENÁNDOTE EL PELO DE POLVOS, GUAPITO... !!!

La mesa, el espejo, los lipsticks morados, los polvos, el cenicero de barro y la butaca de madera que sostenía el peso de mi culazo, todos ellos secundaron al unísono mi saludo cordial a los efectos de la fuerza gravitatoria. Me quedé tumbado boca arriba en el suelo durante algunos segundos, contemplando cómo en el núcleo de aquel tornado de polvos de talco iba poco a poco haciéndose diáfano el rostro desencajado de Olucat Lucat. Y también vi aparecer en el interior de la nube la impasible cara de yonqui del negrito Samuel... Seguía pintando de verde sus labios, tan tranquilo, y sólo se detuvo unos instantes para murmurar:

-Ahora todo está lleno de polvos. Y encima se ha roto un espejo.

Olucat Lucat gimoteaba...

*  *  *  *  *

El reventón del espejo hizo que, pocos minutos antes de que ocupásemos nuestras posiciones en el escenario, Olucat Lucat nos reuniese a los diez actores en uno de los camerinos y nos largase un discurso no precisamente afectuoso. Soltó aquello de “Lo que es malo para mí, es malo para vosotros”, y un inquietante “No me asusta la muerte, pero sí mis ataques de nervios”. El mariconazo nos deseó suerte de aquella forma hostil, configurando una arenga catastrofista y sin lugar a dudas premonitoria.

Subimos al escenario cabizbajos, asumiendo de antemano el fracaso estrepitoso que se avecinaba. Yo cogí postura en el féretro absolutamente abatido y con muy pocas ganas de reírme, a pesar de los efectos del hachís...

Se alzó el telón. Los murmullos de la gente se extinguieron y una suerte de afasia global se apoderó gloriosa y cruelmente de proscenio y platea. Pasaron cinco, diez minutos de silencio mortuorio solamente interrumpido por alguna tos ahogada y algún susurro débil y efímero. Quince, veinte minutos. Y yo me quedé dormido.

*  *  *  *  *

Tuve un sueño agradable. Y el hecho de que aquel sueño me reportara sensaciones placenteras viene a corroborar la excelsitud de ciertas cavilaciones budistas, teniendo en cuenta que no sé qué podía tener de agradable para mí soñar que yo era un cerdo que comía bellotas cubierto de fango hasta las orejas...

Éramos un montón de amigos que retozábamos en la mierda y el lodo zampando bellotas y gruñendo perezosamente. Mi querida Eva también estaba allí. Era una cerdita cárdena, moteada; una marranilla preciosa que dormitaba con aire soñador en un rincón de la pocilga. Dios, cómo la quería... La miraba extasiado, consciente de que aquella cerda era la guarra de mis sueños, ansioso por salpicarla de mierda y pasar la vida junto a su hocico atiborrado de bellotas.

De pronto, alguien entró en la pocilga y se llevó a mi reina. Ella comenzó a barritar de manera ensordecedora, y yo presentí que muchas de mis quimeras estaban en camino de transformarse en artículos de charcutería.

Me lancé contra la puerta del establo y la derribé de un cabezazo. Salí de la pocilga al galope, a la caza del camión en el que habían enjaulado a mi preciosa Eva. Mis amigos me siguieron. Pero ya no éramos cerdos, sino una manada de búfalos malhumorados que, en plena estampida, generaban un seísmo épico.

Pisé mal y me rompí una pata. Rodé por el asfalto. Traté de levantarme, pero no podía mover el jamón derecho. Gracias a Dios, mis camaradas continuaban la cacería...

*  *  *  *  *

Desperté. Coño, se me había dormido una pierna... Pero no era esa la única esquirla de mi sueño que coincidía con la realidad adyacente al ataúd en el que me encontré al despertar. Un verdadero cataclismo estaba produciéndose allí, un estruendo más apoteósico aún que el originado por el rapto de mi cerda. Un pateo.

Un pateo, sí; un broncazo ataviado con voces que proferían insultos bravíos al tiempo que el telón caía vertiginosamente sobre el escenario.

Cuando intuí que la cortina había besado el suelo, me incorporé y salí del ataúd. Los actores huían a borbotones del escenario con la cara llena de pánico... Bueno, Damián, “El Pene que quería Reencarnarse”, llevaba algo más que pánico en su cara: la sangre que manaba a chorros de su pómulo izquierdo...

-¿Qué cojones está pasando? –le pregunté mientras corríamos los dos hacia los camerinos.

-Y yo qué coño sé –masculló Damián sacando de su bolsillo un pañuelo-. Un hijo de la gran puta me ha tirado un paraguas...

-Joder...

La estampida de cómicos se detuvo bruscamente. Olucat Lucat nos esperaba en un extremo del corredor del cual colgaban los camerinos. Allí estaba, de espaldas a nosotros, inmóvil, como un personaje del museo de cera.

Nos miramos los unos a los otros sin saber qué coño hacer. Olucat Lucat tenía la respuesta: dijo “Seguidme”, y nosotros obedecimos.

Entró en uno de aquellos cubículos y se puso cara a la pared, de nuevo dándonos la espalda. “Cuando estéis todos dentro, cerrad la puerta, por favor”, murmuró. Parecía bastante tranquilo.

La puerta se cerró. Olucat Lucat giró ciento ochenta grados sobre sus talones y nos miró uno por uno con una sonrisa perversa mientras hacía sonar los huesos de sus dedos. Y entonces empezó a gritar...

-¡¿Es que no hay nadie aquí con sentido del ridículo, o qué?! ¡¿Nadie se siente lo bastante hombre como para pedir perdón por haber nacido?! ¡Sois una pandilla de subnormales asquerosos! ¡Todos! Me cago en la hostia puta... A ver, tú, Martita... Acércate a mí...

Martita y su silla de ruedas se acercaron al maricón estremecidos...

-Déjame ver de cerca tu linda hernia cerebral, hijita...

-No, por favor –suplicó Marta gimiendo.

-De, E, Jota, A, Eme, E... –deletreó Olucat Lucat con insolencia- ¿Debería expresarme así para que fuese capaz de interpretar lo que digo ese cerebrito de gamba que hay dentro de esa cabecita de asno, o qué? ¿O es que para que entiendas mis palabras voy a tener que dirigirme a la puta silla de ruedas en la que le das paseos a tu asqueroso culo de paralítica? ¿Eh? ¡Acerca esa puta sandía que te sale del cuello, cojones!

-Basta –dijo entonces Damián con voz temblorosa- Cálmate, Olucat Lucat... Marta no tiene la culpa de que...

-¿Basta? ¿Cómo que “basta”? ¿Que me calme yo? ¡Cálmate tú, imbécil! ¡Ya podías haberte calmado en el maldito escenario! ¡Se suponía que debías estarte quietecito, idiota, y no meneándote como una puta sardina estrangulada!

-Es que me estaba meando...

-¡Pues se mea uno encima y punto!

-Y qué te crees que he hecho...

-¡Ay!  ¡Coño! ¡Cierra el pico, hijo de puta!

Ahora Olucat Lucat miraba fijamente a Samuel, su siguiente víctima...

-Tú, negrito... ¿Se puede saber adónde coño te has marchado en mitad de la función?

-Estaba sufriendo una lipotimia.

-¡Eres un maldito gilipollas!

-No.

-Por todos tus malditos dioses... ¡Cállate, negro!

Y llegó mi turno. Olucat Lucat parecía querer atravesarme con la mirada...

-El jodido muerto. Todo el rato hablando en sueños, el muy hijo de puta.

-Yo no hablo en sueños.

-¡Que no habla en sueños, dice! ¿Le habéis oído? ¡Querrás decir que no paras, condenado amorfo! ¡Y los escasos momentos en que has cerrado esa jodida bocaza ha sido para ponerte a roncar como un mamut!

-Yo no ronco.

-¡Cállate ya, monstruo repugnante!

*  *  *  *  *

Había que representar el segundo acto. “Quien no salga ahora mismo a escena puede estar seguro de que me encargaré personalmente de impedir que vuelva a pisar un escenario en su puta vida”, dijo Olucat Lucat empleando una entonación simplemente aterradora. Y todos acudimos a nuestro particular patíbulo, pensando que tal vez, aunque esto no fuese muy probable, las inclemencias del destino podrían en algún instante devolvernos las ganas de dedicarnos al mundo del espectáculo.

Me acomodé en el féretro. El telón ascendió lentamente, dando lugar a un colosal clamor de silbidos e injurias. Cerré los ojos y pensé con lástima en lo mal que debía estar pasándolo Damián. A pesar de mi profunda ignorancia en lo tocante al contenido y estructura del libreto, estaba al corriente de que el segundo acto arrancaba con un monólogo de "El Pene que quería reencarnarse”. Pobre hombre.

Damián no espero a que se apaciguasen las aguas. Comenzó a hablar... Y el público, curiosamente, guardó silencio. Parecía que estuviesen escuchando. Y yo también escuchaba...

“Oh, sombra... Oh, lejano cuervo que bate sus alas inútilmente sentado en el lomo de la oruga... Oh, sardina que pudre su vientre sobre las brasas... Yo, aún tieso y lleno de vida, desprovisto estoy de una mano que me agite, de unos besos que inyecten sangre nueva en las tuberías de mis entrañas. Oh, qué triste destino me aguarda como rey de los gusanos... Quisiera renacer sobre los testículos de aquel potrillo que acechaba en un rincón de...”
¡AY! ¡JODER! ¡Ahora te vas a enterar, hijoputa!¡Se te van a quitar las ganas de escupir para toda tu puta vida, cabrón!

Estalló la crisis. Oí gritos, golpes, insultos y amenazas de muerte. Me incorporé de un modo rotundamente vampiresco, quedándome allí sentado, en el féretro, contemplando cómo brincaba Damián sobre las butacas del teatro persiguiendo a un señor que vestía un traje gris. Llovían cosas procedentes de la platea...

Fue en aquel preciso instante, hipnotizado por la batalla campal que divisaba desde mi tumba, cuando comprendí el significado del aforismo que solía emplear mi profesor de música cuando las cosas no salían como él esperaba: “La expansión del Cristianismo se debe más a Judas que a Jesucristo”, decía siempre... Entonces lo entendí... Aunque, a decir verdad, hoy día no sé qué cojones fue lo que creí comprender.